Estamos vivos, pero ya no sentimos la tierra que pisamos;
nuestras palabras no se oyen a diez pasos,
pero se necesitan pocas para describir al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos, grasientos, como larvas;
y sus palabras tan correctas, tan pesadas, como plomos.
Risueños mostachos de cucaracha
y botas relucientes.
Entre una chusma de burócratas de cuello fino,
él juega con sus favores.
Uno silba, aquel maúlla, otro se queja,
pero solo él decide, y señala con el dedo,
firmando sentencia tras sentencia, como quien forja herraduras:
a uno en la ingle, al otro en la frente, o en la sien, o en el ojo.
Para él, cada muerte es como una golosina,
y caben muchas en su ancho torso de osetio.
(Noviembre de 1933)
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